Éramos los verdaderos hijos del trueno, surcábamos el cielo, desde el barrio del Carmen al espacio. Me montaba en ella y decía: hora de conquistar la eternidad / incursiones en el caos a lomos de la libertad. ¡Oh, Ave María Santísima! Cómo bajábamos la cuesta, cómo dábamos la curva del colegio, observados por las marujas de la esquina y los borrachos del quiosco. Quedábamos después de comer en la plaza de la ermita o en las pistas, para hacer viajes interestelares, saltando de un mundo paralelo al siguiente, más rápido que la luz, porque aún no habían inventado el tiempo.

Con las melodías en la cabeza de Thunderstruck y Back in Black de los discos de mi hermano que escuchaba en casa; con el pelo de cazo —que con tanto esmero domaba mi madre— al viento y desquiciado; con el corazón al ritmo de una locomotora, pum pum, pum pum pum; con el cuerpo lleno de heridas de guerra; con la camiseta de publicidad y el pantalón siempre corto, porque si te lo ponías largo y se te metía en el plato y le hacías un siete ya sabías la que te esperaba en casa; con los tenis con la suela desgastada —por utilizarlos como freno de emergencia— y con las manos llenas de grasa cuando se te salía la cadena; esos éramos nosotros cada tarde.

Y cada tarde, la pugna interminable. El objetivo: decidir quién era el rey de la pista, el más cabra. En juego: tu honor. En la balanza: tu valor. Emulando a los bicivoladores, nos tirábamos por las escaleras, nos poníamos de pie en el cuadro, primero practicábamos el pinico y luego nos hacíamos el chulo delante de las niñas. Construíamos rampas con una tabla y unos ladrillos y las saltábamos ágiles como panteras. Eso, claro, cuando no te pegabas el jarapazo, con sus respectivas secuelas: el que se partía un diente, los moratones, perennes, algún esguince e incluso un hueso de vez en cuando. Pero volvíamos sin miedo, a la tierra y al alquitrán, y al barro, a las quemaduras y los sollones (me costaba horrores no rascarme la costra), a pesar de los problemas mecánicos: los llantazos constantes, las manetas demasiado duras o los cambios mal regulados, que te buscabas la vida para solventar cuanto antes, pues no tener montura era no estar en la onda, estar fuera de juego, ser un peatón o no ser nadie.

Aún recuerdo al dedillo cómo arreglábamos los pinchazos: sacabas la rueda del cuadro, separabas la cubierta de la llanta con dos cubiertos del revés y extraías la cámara, que inflabas (con un bombín seguramente prestado) e introducías en un barreño con agua, a la vez que ibas girándola para ver de dónde salían pompas. Una vez localizado el pinchazo, se marcaba con un bolígrafo y se desinflaba la cámara. Luego: secado, lijado, pegamento, parche (seguramente también prestado) y presión con algún objeto de superficie plana. Cinco minutos después estabas revirtiendo el proceso de desmontado, preparado para volver al ruedo como un semental con herraduras nuevas.

¡Amalgama de recuerdos! La mano en la espalda, de mi padre, la primera vez que me quitaron las ruedecillas en la calle de la casa; el accidente que tuve saliendo de esa misma calle y le costó un disgusto a mi madre; las carreras de cintas en las fiestas del barrio; las charlas en el recreo sobre los distintos modelos de la época (yo soñaba con la California); el año que los reyes me trajeron la primera que tuve con ruedas grandes y sentí que el niño se convertía en adulto; la vez que cogí la de mi hermano mayor sin permiso y fui el rey por una tarde; la rueda que me dobló un coche aparcando marcha atrás y la impotencia que sentí; o cuando me la intentaron robar pero por suerte me alertó uno de mis vecinos. Las ocasiones en las que pedíamos azadas y palas prestadas porque habíamos tenido la ocurrencia de construir nuestro propio circuito —aunque la ambición solo nos durara una semana—; los nudos en el pecho del miedo y la adrenalina, cuando nos íbamos a los bancales a tirarnos por las acequias, o de incursión por los pinicos, o cuando las echábamos al cuatro latas de mi padre y nos íbamos a la ciudad. Bajábamos toda la rambla Obispo Orberá hasta el paseo marítimo, él, mi hermano y alguno más de la pandilla que se apuntara. El sol almeriense y la brisa con sabor a mar golpeándome en la cara, con el plato grande y el piñón pequeño alineados y las piernas empujando los pedales con furia, llevando la máquina hasta el límite. ¡Amalgama de recuerdos! Apología de la nostalgia… Historias de bicis.

—¿Qué pasa, abuelo? Otra vez quedaste catatónico viendo la tele.

—Nada, nene, nada… Anda, hazme el favor y súbele el volumen, la etapa está interesante y yo cada vez escucho menos.

FIN


Nota al pie: El verdadero título del relato es Bicidoscopio. Lo cuento al final, para no dar pistas al principio.

En Madrid, a doce de septiembre de dos mil dieciocho.

Fera FeraL.

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