Categoría: Relato

Pagaron el ticket y se montaron en la barca, ella y él, jóvenes y enamorados, en el que sería el día más especial de sus vidas.

Ella: madrileña, traductora de profesión. Después de varios años trabajando en el extranjero había retornado a su ciudad natal decidida a plantar cara a sus fantasmas. Al volver descubrió que, durante su ausencia, la mayoría de sus antiguas amistades habían abandonado la ciudad o, peor aún, cambiado lo suficiente como para ya no ser los mismos y no conservar nada de lo que habían tenido en común. Eso le hacía sentirse sola.

Él: almeriense, analista informático. Después de varios años sintiéndose estancado, acumulando hastío existencial, se mudó a Madrid en busca de nuevos horizontes. Habiendo dejado atrás todo lo que amaba y sin conocer a nadie en su nuevo destino, aun dudaba sobre si había tomado o no la decisión correcta. Eso le hacía sentirse solo.

Primero remó él, alejándose lentamente del embarcadero mientras se hacía con el manejo del bote. Debido a la disposición de los escálamos tenía que colocarse de espaldas a la dirección de avance, lo que añadía un grado de dificultad a la tarea a unos marineros novatos como ellos. Por un lado, él tenía que girar en la dirección opuesta a la que le pedía su instinto; por el otro, ella tenía que asumir el papel de capitana de la embarcación, decidir la ruta y dar las indicaciones necesarias para esquivar a los navegantes que pudieran cruzarse de similar torpeza a la suya.

Llegado un momento se intercambiaron los papeles. Siendo ella una remadora menos hábil y él un capitán más malicioso en sus indicaciones, terminaron por chocar con una barca vecina tripulada por una familia al completo con los hijos a la cabeza. A pesar de no tener el golpe ningún tipo de consecuencias estuvieron un buen rato bromeando, entre risas, sobre llamar a las autoridades e intercambiarse los seguros de las embarcaciones. Una vez terminadas las chanzas se despidieron amistosamente y cada grupo siguió su camino.

Remaron hasta el centro del lago y dejaron la barca a la deriva decididos a hacer un descanso. Rodeados de ocas y bañados por el sol estival se acomodaron en el fondo del bote. Él apoyo su cabeza contra la borda, colocándose de manera que ella pudiera hacer lo mismo en su pecho, acción que transcurrió de forma natural y en completo silencio, solo acompañada por el murmullo y las risas del resto de navegantes que jugaban en el lago. Completando el paisaje sonoro, alcanzaba a distinguirse un violinista callejero que tocaba en el parque a cambio de propinas, la mañana iba bien para él así que se atrevía con canciones más de gusto propio y desconocidas. En ese momento, interpretaba The other side de Michael Nyman.

Cuando se besaron, todo se paró por un instante y ese instante se volvió eterno; hay momentos en la vida que transcienden al resto.

Se escuchó un ruido sordo, lejano. Miraron en la dirección que provenía, no vieron nada, no escucharon nada más, así que volvieron a posar sus miradas en sus miradas y continuaron el beso interrumpido. Entonces, una ola gigante de fuego los calcinó y consumió sus cuerpos hasta desintegrarse y convertirse en polvo, para pasar así a formar parte del vacío, en apenas una fracción de segundo.

FIN

—No se pueden tener ideas originales con los plomos fundidos, y eso es lo que me pasa, mi mente se ha vuelto adicta al fast food sensorial. El entorno me bombardea constantemente con información que no necesito y yo quiero más y más cada vez. Pero luego, a la hora de crear, mi mente ya no funciona, me siento estéril.

—Relájate, tú simplemente relájate ¿Vale? Te comes demasiado el coco ¡Tienes que fluir más! Relájate y escribe, sobre todo escribe. Sé lo que estás pensando ¿Qué vas a hacer si no sabes sobre qué escribir? Bueno, pues entonces escribe que no sabes sobre qué escribir, o sobre eso de los plomos fundidos. Tu problema es que no entiendes cómo funciona esto, te crees que es como un viaje vacacional, quieres saber cuál es el destino antes de montar en el avión, sentarte y disfrutar del trayecto, pero esto no funciona así.

Hizo una pausa, sabiendo que tenía la atención de Damián y el resto de los presentes, dio un largo trago a su margarita y continuó.

—Escribir es más como la vida, no tienes ni puta idea de lo que estás haciendo la mayor parte del tiempo, pero tienes tu intuición y esta te hace de guía. A veces haces planes a corto o largo plazo o a veces sabes dónde vas a estar en un momento determinado, intentas planificarlo todo para sentir qué tienes el control, pero en el fondo, o no tan en el  fondo, sabes perfectamente que nada es seguro, que puede atropellarte un tráiler o salirte un cáncer en cualquier momento e irse todo a la mierda. Así que tienes dos opciones: o te vuelves loco, o lo aceptas e intentas encargarte de lo que realmente está en tu mano.

Damián, perplejo tras el monologo, no estaba seguro de si había entendido o no lo que aquel individuo quería decirle. Este, viendo la cara del chico, sentenció en tono resignado.

—Mira, lo que te quiero decir, es que el mundo de las ideas en realidad no existe y está fuera de tu control, la diferencia la marcan las acciones. Tú decides si sigues soñando con escribir una novela o pasas a la acción y la escribes. Ese es mi consejo: pasa a la acción.

Y hasta ahí llegó su paciencia, se terminó la copa y salió de la cocina sin decir nada más.

Los girasoles habían sido sembrados durante aproximadamente una semana y media —a mediados de primavera— por Juan y Sofía, los dueños del cultivo, ayudados por Ovidio; antiguo combatiente en el frente noroeste —y posteriormente trasladado a Moldavia— que en los últimos años y hasta que fuera acogido por la pareja de granjeros, se había dedicado a vagar sin rumbo desde que, al volver al pueblo, descubriera su casa vacía, por haber muerto su mujer, su madre y su hijo de cuatro años en un brote infeccioso.

Ahora, recién comenzado el verano, ya habían pasado varias semanas desde que los girasoles florecieran, y aunque aún no se encontraban en el punto ideal de maduración, la amenaza de una plaga que estaba azotando las cosechas vecinas hacía que la pareja de granjeros se debatiera entre realizar la recogida de forma prematura —perdiendo así gran parte del potencial del cultivo— o esperar y respetar el calendario. Esto último, por un lado, aseguraría que tendrían suficientes frutos para su manutención y comercio de cara al invierno —si todo iba bien—, pero por otro, los exponía a perder el trabajo de todo el año, lo que seguramente los obligaría a vender las tierras, que eran su única posesión material, y —si el nuevo capataz no hacía disposición de ellos como mano de obra—  emigrar al sur, como habían hecho tantas familias del pueblo anteriormente.

Se dice que hay muchas matemáticas en los girasoles, y que incluso hay ecuaciones y fórmulas que sirven para explicar la distribución de sus semillas en el capítulo, (la cabeza de la flor) o para averiguar el número máximo de estas plantas que se pueden conseguir en una hectárea, no obstante, no es algo con lo que Juan hubiera podido estar de acuerdo. Juan nunca había sido bueno para las cuentas, pues apenas había ido un par de años a la escuela en su juventud, de hecho, siempre pedía ayuda a Sofía a la hora de negociar con los posibles compradores, y era ella quien se encargaba de ir al mercado los fines de semana a comprar lo necesario para el abastecimiento del hogar y del granero. Sin embargo, Juan conocía los girasoles, los conocía y los entendía, porque se había dedicado a cultivarlos y cuidarlos desde que, a los ocho años, su hermano mayor partiera al frente, y él tuviera que quedarse a cargo de ayudar a su padre y su hermana en la granja familiar.

Por eso, a Juan nunca se le hubiera ocurrido hacer una serie de cálculos sobre cuál sería el porcentaje del fruto que podrían salvar si cosechaban ya, y cuál el porcentaje de riesgo que estaban corriendo por esperar. Juan paseaba, cada tarde al caer el sol y después de haber finalizado las tareas diarias, paseaba entre las hileras de girasoles mientras escuchaba, escuchaba el susurro del viento que corría entre las hojas y escuchaba lo que tenían que decirle sus girasoles, prestando especial atención a sus quejas, para dilucidar si estas eran las habituales —según Juan, los girasoles se quejan por gusto de puro aburrimiento— o, por el contrario, había un origen distinto y desconocido en las reclamaciones de las plantas que hiciera temer lo peor.

Fue durante uno de estos paseos, habiendo llegado ya a los límites de la plantación y decidido a dar media vuelta y volver a casa, tranquilo porque los girasoles aguantaban sanos —lo cual le infundía esperanzas de que conseguirían su objetivo— que divisó una gran columna de humo, procedente, parecía ser, de las afueras del pueblo, o incluso quizá del pueblo vecino. No pudo evitarlo, lo interpretó como un mal augurio, lo que le hizo acelerar el paso de vuelta casa y desear encontrase allí con Sofía, que había salido aquella tarde al pueblo a por algunos víveres.

Apenas le quedaban por recorrer unas decenas de metros, e incluso ya podía divisar la espalda del granero apareciendo en la ladera de la colina, cuando le interceptó Ovidio, que iba de camino al pueblo, y que le contó —sin poder ocultar su agitación— que lo habían llamado para que se presentara en la gendarmería. Al parecer, un coronel brabucón y soberbio había provocado algunos conflictos en zonas cercanas a la frontera, a lo que las tropas enemigas respondieron con la ofensiva y toma de uno de los puntos estratégicos de la región. La tregua, frágil hasta entonces, había terminado por romperse, y la sombra de la guerra volvía a cernirse sobre ellos.

Éramos los verdaderos hijos del trueno, surcábamos el cielo, desde el barrio del Carmen al espacio. Me montaba en ella y decía: hora de conquistar la eternidad / incursiones en el caos a lomos de la libertad. ¡Oh, Ave María Santísima! Cómo bajábamos la cuesta, cómo dábamos la curva del colegio, observados por las marujas de la esquina y los borrachos del quiosco. Quedábamos después de comer en la plaza de la ermita o en las pistas, para hacer viajes interestelares, saltando de un mundo paralelo al siguiente, más rápido que la luz, porque aún no habían inventado el tiempo.

Con las melodías en la cabeza de Thunderstruck y Back in Black de los discos de mi hermano que escuchaba en casa; con el pelo de cazo —que con tanto esmero domaba mi madre— al viento y desquiciado; con el corazón al ritmo de una locomotora, pum pum, pum pum pum; con el cuerpo lleno de heridas de guerra; con la camiseta de publicidad y el pantalón siempre corto, porque si te lo ponías largo y se te metía en el plato y le hacías un siete ya sabías la que te esperaba en casa; con los tenis con la suela desgastada —por utilizarlos como freno de emergencia— y con las manos llenas de grasa cuando se te salía la cadena; esos éramos nosotros cada tarde.

Y cada tarde, la pugna interminable. El objetivo: decidir quién era el rey de la pista, el más cabra. En juego: tu honor. En la balanza: tu valor. Emulando a los bicivoladores, nos tirábamos por las escaleras, nos poníamos de pie en el cuadro, primero practicábamos el pinico y luego nos hacíamos el chulo delante de las niñas. Construíamos rampas con una tabla y unos ladrillos y las saltábamos ágiles como panteras. Eso, claro, cuando no te pegabas el jarapazo, con sus respectivas secuelas: el que se partía un diente, los moratones, perennes, algún esguince e incluso un hueso de vez en cuando. Pero volvíamos sin miedo, a la tierra y al alquitrán, y al barro, a las quemaduras y los sollones (me costaba horrores no rascarme la costra), a pesar de los problemas mecánicos: los llantazos constantes, las manetas demasiado duras o los cambios mal regulados, que te buscabas la vida para solventar cuanto antes, pues no tener montura era no estar en la onda, estar fuera de juego, ser un peatón o no ser nadie.

Aún recuerdo al dedillo cómo arreglábamos los pinchazos: sacabas la rueda del cuadro, separabas la cubierta de la llanta con dos cubiertos del revés y extraías la cámara, que inflabas (con un bombín seguramente prestado) e introducías en un barreño con agua, a la vez que ibas girándola para ver de dónde salían pompas. Una vez localizado el pinchazo, se marcaba con un bolígrafo y se desinflaba la cámara. Luego: secado, lijado, pegamento, parche (seguramente también prestado) y presión con algún objeto de superficie plana. Cinco minutos después estabas revirtiendo el proceso de desmontado, preparado para volver al ruedo como un semental con herraduras nuevas.

¡Amalgama de recuerdos! La mano en la espalda, de mi padre, la primera vez que me quitaron las ruedecillas en la calle de la casa; el accidente que tuve saliendo de esa misma calle y le costó un disgusto a mi madre; las carreras de cintas en las fiestas del barrio; las charlas en el recreo sobre los distintos modelos de la época (yo soñaba con la California); el año que los reyes me trajeron la primera que tuve con ruedas grandes y sentí que el niño se convertía en adulto; la vez que cogí la de mi hermano mayor sin permiso y fui el rey por una tarde; la rueda que me dobló un coche aparcando marcha atrás y la impotencia que sentí; o cuando me la intentaron robar pero por suerte me alertó uno de mis vecinos. Las ocasiones en las que pedíamos azadas y palas prestadas porque habíamos tenido la ocurrencia de construir nuestro propio circuito —aunque la ambición solo nos durara una semana—; los nudos en el pecho del miedo y la adrenalina, cuando nos íbamos a los bancales a tirarnos por las acequias, o de incursión por los pinicos, o cuando las echábamos al cuatro latas de mi padre y nos íbamos a la ciudad. Bajábamos toda la rambla Obispo Orberá hasta el paseo marítimo, él, mi hermano y alguno más de la pandilla que se apuntara. El sol almeriense y la brisa con sabor a mar golpeándome en la cara, con el plato grande y el piñón pequeño alineados y las piernas empujando los pedales con furia, llevando la máquina hasta el límite. ¡Amalgama de recuerdos! Apología de la nostalgia… Historias de bicis.

—¿Qué pasa, abuelo? Otra vez quedaste catatónico viendo la tele.

—Nada, nene, nada… Anda, hazme el favor y súbele el volumen, la etapa está interesante y yo cada vez escucho menos.

FIN


Nota al pie: El verdadero título del relato es Bicidoscopio. Lo cuento al final, para no dar pistas al principio.

En Madrid, a doce de septiembre de dos mil dieciocho.

Fera FeraL.

#historiasdebicis

Angustia existencial, traiciones y puñales, el corazón pisoteado y escupido y el alma embargada. Lo más parecido a un no-escritor que nunca leerás nunca, música para alimentar mi tinnitus y más tensión en la espalda que las cuerdas de un piano.

A ver si un café me anima, a ver si una ducha me anima, a ver si un polvo me anima. Sísifo, en tu búsqueda de la salida del laberinto, estás construyendo muros, porque no se siente con la cabeza igual que no se piensa con la barriga.

Ahora respira, cierra la boca y respira por la nariz, cierra los ojos e imagina un cielo claro, imagina un prado verde, o imagina una sala blanca y luminosa con una esfera flotando en el centro. Te resulta familiar porque ya has estado allí, ahí, aquí.

Exhala, te imaginas allí, ahí, aquí, pero te imaginas sin cuerpo, no lo necesitas porque tú eres, eres la brizna del prado, eres el aire del cielo, no existes y formas parte de cada detalle de cada elemento que tu imaginación pueda situar en la escena. Eres la marca en el plumaje del ala que se hizo al rozar con el tronco de un castaño de indias, escapando de un depredador, una de las aves de la bandada que cruza tu cielo. Eres la semilla que carga una hormiga obrera por tu prado, eres su endosperma y su embrión, el nutriente, la proteína, eres el cromosoma y las células, materia y antimateria a niveles moleculares. Nunca lo habías visto antes porque solo puede verse con los ojos cerrados. Sin embargo, extrañamente, ya sabías cómo sería todo aquello, eso, esto, porque ya habías estado, porque sigues estando.

Volvamos a la sala blanca, a la esfera flotando. Te encuentras ansioso por sacar una conclusión pero, esta vez, no la hay. El origen del error está en las manías de tu psique, en esa parte de ella que se dedica a memorizar y analizar patrones y buscar relación entre los mismos para intentar conseguir así alguna ventaja en la carrera por tu supervivencia y la de tu especie. Quizá allí, ahí, aquí, esas reglas lógicas no proceden, pensar no funciona y encima se te ha olvidado cómo realizar el acto de sentir. Quizá, el problema, la solución, es que para encontrar la salida al laberinto, tienes que dirigirte al centro.

ABNEGACIÓN: Acto I – A New Beginning. Ya disponible en Youtube.

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